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¿Debemos darle espacio a todos los discursos en el aula?: Una reflexión incómoda sobre ética, tolerancia y los límites del pensamiento

Desde que soy maestra en Estados Unidos, hay algo que me inquieta profundamente cada vez que hablamos de educación “neutral“. Dado lo polarizados que están los temas de raza, género y sexualidad, muchas escuelas les exigen a los docentes “mostrar todas las perspectivas ante una problemática social“. Es decir: si en la clase de historia, ciencias sociales o literatura surgen temas sensibles como la racialización, la desigualdad entre hombres y mujeres, o los derechos de las personas LGBTQ+, el deber del educador es exponer todos los puntos de vista que conviven actualmente en la sociedad.

Este enfoque pretende evitar conflictos, pero me atrevería a decir que, la mayoría del tiempo, termina despolitizando temas que son profundamente políticos por naturaleza. En medio de este panorama, me pregunto: ¿Qué significa realmente “mostrar todas las perspectivas” de una problemática social?

Yo soy la primera en defender que la educación debe ser plural en las narrativas que enseña. Esa es la única forma de formar pensamiento crítico: que los estudiantes se enfrenten a múltiples formas de entender el mundo y vean cómo chocan entre sí. Pero al mismo tiempo, me inquieta otra pregunta: ¿Dónde trazamos la línea entre enseñar todas las posturas y darle espacio a discursos deshumanizantes?

Uno de los conceptos que todavía no tenemos claros es la diferencia entre moral y ética. De acuerdo con la Enciclopedia de Humanidades, “la moral es el conjunto de normas que regulan el comportamiento de una persona en la sociedad. La ética es la disciplina que reflexiona, desde la teoría, sobre la moral, cómo funciona, sus problemas y dilemas”.

La moral es contextual. La ética, en cambio, aspira a principios universales. Y para mí, la dignidad humana es la base de toda ética educativa.

A partir de esta distinción, me vuelvo a preguntar: Si en el aula debemos mostrar todos los puntos de vista, ¿hasta qué punto sería ético incluir lo que plantea el nuevo estándar escolar en Florida, que dice que “la esclavitud hizo que las personas esclavizadas desarrollaran habilidades para su beneficio personal”? Esa fue la defensa literal del gobernador Ron DeSantis en 2023.

Si trasladamos esa misma lógica a otras formas de violencia, también podríamos decir que el matrimonio infantil, el abuso sexual, o la explotación laboral traen beneficios personales a quienes sobreviven esas opresiones.

Desde una mirada ética, a mí eso me parece terrible y profundamente doloroso. Es una forma de justificar lo injustificable. De no querer mirar el dolor del otro. De racionalizar la opresión.

Y entonces la pregunta se vuelve más incómoda todavía: ¿Qué pasa cuando le damos el mismo valor discursivo a ideas que niegan la humanidad de otros?

Aquí me viene a la mente una frase de Virginia Woolf: “La historia de los hombres oponiéndose a la emancipación de las mujeres es mucho más interesante que la historia de la emancipación misma”.

Desde esa mirada, sí podríamos darle espacio a los argumentos deshumanizantes, pero no para equipararlos con los que defienden los derechos humanos. Sino para desmenuzarlos críticamente, entender cómo se construyen, y aprender a no repetirlos.

La controversia es parte de la democracia

La democracia no se sostiene en la unanimidad, sino en la capacidad de convivir con el desacuerdo. Enseñar a los estudiantes a vivir con la controversia, a sostenerla con argumentos y respeto, es parte del aprendizaje ético. No se trata de evitar el conflicto, sino de aprender a navegarlo sin caer en la deshumanización.

Hay una diferencia profunda entre disentir y despreciar, entre cuestionar una idea y negar la existencia del otro. Lo que vemos hoy en Estados Unidos y en muchas partes del mundo, con políticas que despojan de derechos a las mujeres, a la comunidad LGBTQ+ solo por desacuerdo ideológico. Esto no es disenso: es violencia institucional.

Por eso, enseñar tolerancia no es enseñar a estar de acuerdo con todo. Es enseñar que incluso lo que no compartimos merece ser habitado desde el respeto a la dignidad del otro. La tolerancia no protege ideas: protege a las personas.la educación tiene que formar para eso.

La importancia de enseñar cómo se racionaliza la opresión

Una de las tareas más urgentes de la educación es mostrar cómo se racionaliza lo injustificable. Porque la opresión no siempre se presenta como grito: a veces llega disfrazada de argumento lógico, de tradición, de orden, de supuesta preocupación moral. Y si no enseñamos a identificar esos mecanismos, los discursos de odio se reproducen sin ser cuestionados.

No se trata de darles equilibrio en el aula. Se trata de analizarlos críticamente para desmontarlos. De enseñar cómo se construyenpor qué son peligrosos y qué estructuras los sostienen.

Educar no es evitar lo difícil. Educar es formar pensamiento profundo en medio de un mundo superficial y hostil.

No podemos renunciar a los valores éticos por miedo al conflicto. No podemos poner en la misma balanza la dignidad y su negación. La escuela no es un lugar para reproducir discursos de odio. Es un lugar para desarmarlos. Con pensamiento. Con conciencia. Con humanidad.

Porque la razón no grita. Pero tampoco se arrodilla.