Hace unos días, en mi escuela, tuvimos una reunión para discutir cómo íbamos a implementar el Black History Month. En el high school, las maestras de historia —dos mujeres visiblemente negras— explicaron su enfoque: presentar figuras de la comunidad negra en los Estados Unidos que hayan hecho aportaciones significativas dentro de cada materia. Por ejemplo, en matemáticas, destacar a alguien que haya contribuido de manera importante a la disciplina; lo mismo en ciencia, lenguas o cualquier otra asignatura. Lo más importante, enfatizaron, era no cambiar el plan de clases de manera radical, sino integrar estas aportaciones dentro del currículo existente y, sobre todo, destacar figuras menos conocidas, evitando nombres como Martin Luther King, que ya son ampliamente reconocidos.
A nivel elemental, este enfoque me parece adecuado. Introducir a la niñez a la diversidad a través de logros y aportaciones es una manera accesible y significativa de fomentar la inclusión. Sin embargo, en high school este enfoque se queda corto, y honestamente, es terrible. ¿Cómo podemos hablar del Black History Month sin explicar el contexto que lo hace necesario? ¿Por qué no se habla de cómo llegamos a tener un mes dedicado a la historia de la comunidad negra? ¿Por qué no se abordan los estereotipos, los desafíos actuales o las desigualdades sistémicas que enfrentan estas comunidades en los Estados Unidos?
Quiero dejar algo claro: no critico lo que están haciendo estas maestras. En un estado como Florida, sé que este enfoque también es una forma de resistencia. En un contexto donde las políticas buscan silenciar temas de equidad, inclusión y justicia social, cualquier esfuerzo por visibilizar a las comunidades históricamente marginadas es valioso. Pero, al mismo tiempo, es desgarrador que las circunstancias nos obliguen a reducir algo tan profundo y complejo como la historia negra a un simple listado de logros individuales, eliminando por completo el contexto estructural que hace que estas conversaciones sean necesarias.
Y lo que está ocurriendo ahora mismo lo confirma. La reciente orden ejecutiva de Donald Trump que busca limitar la enseñanza de la historia desde una perspectiva crítica, eliminando referencias a desigualdades estructurales, equidad racial y de género, y cualquier contenido que pueda considerarse “divisivo”. Se impulsa una educación que prioriza una narrativa patriótica sobre un análisis crítico del pasado, lo que se traduce en restricciones cada vez mayores dentro de las escuelas. Esta es la razón por la que, incluso en el Black History Month, se opta por un enfoque seguro y despolitizado, evitando cuestionamientos profundos sobre la historia de Estados Unidos.
No es solo el Black History Month lo que está siendo despolitizado; es la memoria histórica en su conjunto. No se quiere hablar de racismo estructural, de colonialismo ni de las luchas por los derechos civiles. Estas narrativas incómodas están siendo borradas intencionalmente. Y no se trata solo de evitar “polarización” en el aula: se trata de impedir que las personas comprendan por qué todavía es necesario hablar de estas luchas. Porque aceptar que aún son necesarias es aceptar que el racismo, el clasismo y las desigualdades estructurales no han desaparecido.
Y ahí es donde radica el verdadero problema: muchas personas no entienden qué significa una desigualdad estructural. No comprenden que no se trata solo de casos aislados o de prejuicios personales, sino de sistemas enteros diseñados para privilegiar a ciertos grupos mientras marginan a otros.
¿Cómo explicamos esto en escuelas superiores, donde los estudiantes ya tienen la capacidad de entender estos procesos, pero el sistema educativo les niega esa oportunidad? ¿Cómo podemos hablar de meritocracia sin abordar que no todos comienzan desde el mismo punto de partida? Estas narrativas simplistas sobre el mérito y la igualdad de oportunidades son posibles porque no se enseña a las personas a cuestionar el sistema en el que vivimos.
Y todo esto está conectado. Mientras discutimos cómo integrar el Black History Month sin “controversias”, fuera de las aulas se están llevando a cabo redadas migratorias donde ya hay evidencia de que personas negras, incluso siendo ciudadanas estadounidenses, están siendo arrestadas simplemente por su color de piel. Estas son las desigualdades estructurales que nadie quiere discutir. Se niegan porque incomodan, porque obligan a enfrentar realidades que preferimos ignorar. Pero la educación tiene el potencial de transformar estas narrativas y, sin embargo, estamos atrapados en un sistema educativo completamente politizado y controlado para evitar precisamente eso: el cuestionamiento, la reflexión, la transformación.
Volvemos al origen de todo esto: ¿qué tipo de ciudadanos estamos formando cuando evitamos incomodar con la historia? ¿Qué tipo de ser humano estás formando cuando decides no incomodarlo? La historia es incómoda porque está llena de violencia, desigualdades y luchas. Y si no les enseñamos a enfrentarse a eso, ¿cómo van a cuestionar el presente? ¿Cómo vamos a formar personas capaces de transformar el mundo si no entienden de dónde vienen esas desigualdades? La educación crítica no se trata de adoctrinar; se trata de abrir los ojos, de entender la complejidad del mundo y de comenzar a cuestionar lo que parece incuestionable.
Por eso creo que debemos buscar otros espacios en los que educar, fuera del sistema educativo. Espacios comunitarios, redes sociales, talleres para adultos: estos son los lugares donde podemos abordar estas cuestiones de manera más libre y profunda. Si queremos un cambio, necesitamos involucrar también a las madres, padres y cuidadores, porque ellos tienen un rol crucial en la formación de sus hijos.
¿Cómo podemos enseñarles a hablar del Black History Month con sus hijos? ¿Cómo podemos guiar a los cuidadores para que adopten un enfoque más inclusivo en sus conversaciones familiares? Podrían empezar con algo tan simple como preguntar: “¿Qué hicieron en la escuela con respecto al Black History Month?” y luego profundizar: “¿Qué piensas de ese enfoque? ¿Crees que se pudo haber hecho de otra forma?” Esas conversaciones significativas en casa, entre cuidadores y adolescentes, pueden ser un espacio seguro para abordar lo que las escuelas no pueden —o no quieren— enseñar.
La educación no se limita al aula. Si el sistema educativo está tan controlado que no permite el cambio necesario, tenemos que construir estos espacios fuera de él. Porque la historia no puede ser cómoda, y si no nos incomodamos, si no cuestionamos, ¿cómo vamos a transformar estas narrativas?